El futuro de las agencias también está en el pasado

  • Si lo que desaparece es la tarea rutinaria, lo que permanece, y cobra más valor que nunca, es lo humano
  • El futuro de las agencias está en recuperar lo esencial de nuestro oficio. No las planillas ni los informes, sino las ideas

Durante los últimos 150 años, hemos sido testigos de profundas transformaciones sociales provocadas por los avances tecnológicos y los cambios de paradigma económico. La reconversión industrial del siglo XX no solo alteró el paisaje urbano y rural de muchos países, sino también desdibujó los límites de lo que entendemos como profesión. Desde la caída de las minas de carbón en Asturias, hasta el desmantelamiento de los astilleros en Ferrol, o la mecanización de la agricultura en La Mancha, el mundo ha cambiado. Lo ha hecho con rapidez y, en muchos casos, sin anestesia.

El paisaje a nuestro alrededor ha venido cambiando de forma paulatina. En la zona de cajas de ese gran distribuidor comercial donde había 10 personas trabajando hoy nos encontramos con una coordinando y un sistema de compra automática. En aquel banco en el que tres cajeros apenas podían cubrir la demanda de gestiones rutinarias, hoy se eleva un display digital con carteles recordándonos la url de la plataforma on-line.

Hoy, ese mismo proceso llega a los "oficinistas". A quienes desarrollan tareas de gestión, de administración, de seguimiento. En las agencias creativas también. Ya no se trata de grandes maquinarias que sustituyen cuerpos físicos, sino de procesos invisibles que reemplazan decisiones, ejecuciones, gestiones. En plena era de la automatización, las tareas que antes eran manuales, luego informatizadas y finalmente sistematizadas, están ahora mismo siendo asumidas por sistemas inteligentes, agentes de software y workflows algorítmicos.

Y aquí, en este punto, nace una oportunidad. Porque si lo que desaparece es la tarea rutinaria, lo que permanece, y cobra más valor que nunca, es lo humano. Pensar, imaginar, comunicar, emocionar, negociar, decidir, relacionarse. Y en ese sentido, el futuro de las agencias está en el pasado. En recuperar lo esencial de nuestro oficio. No las planillas ni los informes, sino las ideas.

La reconversión del oficinista no es una cuestión tecnológica, sino cultural. No se trata solo de sustituir herramientas, sino de reaprender a usarlas. Las personas que trabajamos en agencias tendremos que pasar de ser ejecutores de tareas a orquestadores de sistemas. De seguir instrucciones a diseñar condiciones. De pedir ayuda a una herramienta a enseñarle cómo ayudarnos.

Este cambio supone, también, una gran libertad. Liberarse de tareas repetitivas y alienantes es una noticia maravillosa. Pero también impone una nueva exigencia que puede ser aterradora: cambiar nuestras rutinas para ser más humanos. Ser capaces de empatizar, de tener criterio, de tomar decisiones en la incertidumbre, de improvisar, de desafiar. Todo aquello para lo que la inteligencia artificial no está preparada (ni parece que lo vaya a estar al menos pronto).

En este contexto, es fácil caer en la trampa de la urgencia. De las modas que duran horas. Del contenido que caduca al minuto. Pero una marca no puede construirse como un trending topic. Una marca es, por definición, una promesa sostenida en el tiempo. Un sistema de signos que necesita ser reconocible para poder ser recordado. Pensemos, por usar el ejemplo más icónico de nuestro sector, en la identidad de Coca-Cola: pese a sus múltiples evoluciones visuales y culturales, ha sabido mantener la coherencia de su mensaje, su tono y sus valores a lo largo de más de un siglo. O en Apple, cuya consistencia narrativa ha sido clave para construir una relación casi espiritual con sus usuarios.

La consistencia, esa palabra que muchos consideran aburrida, es hoy más revolucionaria que nunca. Porque frente a la volatilidad del algoritmo, frente al tsunami de inputs, ofrecer una señal clara y estable es un acto de resistencia. Las ideas consistentes permanecen porque están enraizadas en verdades profundas. Porque no son una ocurrencia, sino una convicción. Las modas pasan y duran horas. Las marcas y las ideas consistentes permanecen.

Las marcas, como las personas, no deben pretender gustarle a todo el mundo. La era digital nos ha llevado a un espejismo de hipersegmentación y personalización, donde se supone que cada mensaje debe adaptarse a cada perfil. Pero en esa búsqueda de agrado universal, muchas marcas se han convertido en entes neutros, insípidos, incapaces de generar pasión. Red Bull, por ejemplo, no busca atraer a todo el mundo: ha sabido construir un universo alrededor de la acción, el riesgo, la adrenalina, y se ha mantenido fiel a ello. Es amada por muchos y simplemente ignorada por quienes no conectan con ese mundo. Pero no pasa desapercibida. En proyectos de branding estratégico, siempre incorporo “radicalmente” a cada uno de los valores sobre los que vamos a construir una marca. ¿Por qué? Porque solo una visión hiperbólica de aquello que realmente es importante para nosotros nos va a dar la energía y convicción necesarias para ser consistentes, el carácter para ser percibidos como únicos y el compromiso para renunciar a muchos otros aspectos que, si bien pueden formar parte de nuestro universo de valores afines, no nos definen. Y una marca es fundamentalmente sus renuncias. Y aceptar que no debemos gustarle a todo el mundo. El branding que conecta es el que tiene personalidad. El que se moja. El que dice: esto somos. Y si no te gusta, está bien. Porque no hemos venido a agradar, sino a significar. A generar vínculos reales, con gente real, que comparte valores, estilos, lenguajes. El resto es más ruido.

En nombre de la cultura de la reacción ante la tendencia y del miedo a ser invisibles, muchas marcas se han sometido a ejercicios constantes de refreshing. Plantean restylings, cambios de tono, de narrativa, abandonan sus comunidades para seducir a otras nuevas. Muchos CMOs o agencias parecen llegar con la necesidad de dejar su huella con una nueva identidad. El caso de Tropicana fue paradigmático. Seguro que lo recordáis. En 2009 cambiaron su envase y su identidad visual, y en pocas semanas las ventas cayeron un 20%. El rediseño era moderno, pero había borrado los elementos que conectaban emocionalmente con el consumidor, además de obviar algunas de las lógicas de psicología de la compra en lugar de venta. Tuvieron que dar marcha atrás.

El exceso de retoque acaba erosionando la esencia. Como una prenda lavada demasiadas veces, que pierde el color original. Hay una delgada línea entre la evolución natural y la pérdida de reconocimiento. Y cuando una marca deja de ser reconocible, también deja de ser confiable.

La agencia del futuro no siempre está en lo futurista. Mark Zuckerberg ha expresado de forma cada vez más clara su aspiración: que las empresas creen su propia publicidad en las plataformas de Meta, usando plantillas, IA generativa, datos de comportamiento y automatización avanzada. En este modelo, las agencias sobran. Es el sueño de la desintermediación publicitaria. Existen muchas herramientas ya para crear una campaña con unos pocos clics y promesas de resultados automáticamente optimizados. Pero ese sueño es, para nosotros, una pesadilla. No porque temamos a la tecnología, ni por corporativismo, todo lo contrario, sino porque el tipo de publicidad que produce ese modelo es funcional pero vacía. Optimizada para clics, pero incapaz de conmover. Al servicio del KPI y no de la venta real. Diseñada por algoritmos que entienden comportamientos a corto plazo, pero no significados profundos. Zuckerberg sueña con un mundo en el que cualquier empresa pueda crear su publicidad sin ayuda, solo con la IA. Suena bien, ¿verdad? Pero esconde una trampa: la misma herramienta para todos. El mismo patrón. El mismo resultado. Una competencia igualada y a la cola de la innovación. Y tú trabajando para ellos y regalándole tus datos.

Yo creo en lo contrario. En un enfoque donde la creatividad y la tecnología se dan la mano, pero sin olvidar que las ventas surgen de lo que te hace único. No quiero que mis clientes trabajen para una máquina: queremos que la máquina trabaje para ellos. Nos esforzamos e invertimos constantemente para que nuestros clientes vayan por delante, no que sigan a la manada.

Así que mientras Zuckerberg construye fábricas de publicidad automatizada, apuesto por trabajar para construir mano a mano con los clientes lo que nadie más tiene: una marca que diferencia, que conecta y que convierte a tus clientes en verdaderas comunidades de recomendadores. Que venda a corto plazo y construya comunidad a largo. Relaciones eficientes y ágiles  donde habrá menos tiquets de incidencias y sí conversaciones de valor.

Si las agencias queremos sobrevivir en este escenario, debemos dejar de jugar al mismo juego que las máquinas. Dejar de competir solo por eficiencia y empezar a hacerlo por relevancia, por diferencia, por profundidad. Nuestra ventaja competitiva no está en los dashboards, sino en las conversaciones, en las ideas inesperadas, en la intuición humana.

Basta ver un spot de los años 80 o leer una cuña de radio de los 90 para recordar algo esencial: la publicidad era un acto cultural. A veces contracultural.  No solo buscaba vender, sino emocionar, sorprender, dejar huella. Había riesgo, había juego, había intención artística. La campaña "1984" de Apple, dirigida por Ridley Scott, no fue solo un anuncio: fue un manifiesto. La serie de anuncios de Levi's en los 90 marcaron una época por su narración visual y su estética. Hoy, en cambio, muchas piezas se producen como si salieran de una fábrica. La industria confunde muchas veces innovación con novedad. Pero no son lo mismo. La innovación está en la verdad, no en su fecha de lanzamiento. La novedad entretiene; la verdad transforma. Innovar no se reduce a incorporar una tecnología nueva, sino encontrar una forma más honesta, más profunda, más potente de conectar con las personas. Campañas como "Real Beauty" de Dove no fueron revolucionarias por su tecnología, sino por la verdad que mostraban. Un repaso a la publicidad de otras décadas es una cura de humildad imprescindible.

Durante años, la industria fomentó la ultraespecialización. Redactores que solo escriben copies de 20 caracteres. Diseñadores UI especializados exclusivamente en determinados interfaces. Expertos en contenido planificando solo tiktoks. Agencias que solo trabajan para un determinado sector. Pero el mundo ya no funciona así. ¿Quiere decir que no se requiere un conocimiento especializado? Todo lo contrario, cada vez debemos profundizar más. Pero este es el trabajo que sí harán las máquinas. La complejidad del presente requiere visiones transversales, equipos ágiles, conexiones improbables. Agencias como Wieden+Kennedy han demostrado que su valor está en cultivar equipos que entienden la marca, la cultura, el negocio y la creatividad como un todo. En INNN seguimos esa misma senda: la de atraer y hacer crecer profesionales holísticos, flexibles y que no solo se adapten a los cambios sino que los propicien.

Hubo una época en la que los clientes elegían a su agencia como quien elige un compañero de viaje. Con confianza, complicidad, riesgo compartido. Se trabajaba a largo plazo, se creaba desde la relación. El caso de Procter & Gamble y sus relaciones de décadas con agencias como Grey o Saatchi & Saatchi es ejemplar. Esa continuidad permitía construir marcas con coherencia y audacia. Con los años, esa dinámica se ha erosionado. El modelo de compra, la precarización del talento, la externalización de lo estratégico han debilitado el vínculo. A veces incluso la profesionalización de los departamentos de marketing, algo indiscutiblemente positivo, ha podido traer consigo también una excesiva orientación al KPI y no al valor real, a incorporar procesos administrativos innecesarios o toma de decisiones basadas en la justificación y en evitar errores más que en la transformación y la conexión con las audiencias.  En ese sentido, apuesto claramente por retomar parte de las relaciones agencia / cliente del pasado: complicidad, riesgo compartido, emoción. Confianza y compromiso por una idea compartida. Y ese punto de ilusión desbordante.

El futuro de las agencias no está exclusivamente en los prompts ni en los paneles de datos. Está en la sensibilidad, en la inteligencia compartida, en la capacidad de traducir el mundo en ideas significativas. No será tanto trabajo de oficina sino un oficio de talento: ese saber hacer artesanal, comprometido, imperfecto y profundamente humano que conecta con los orígenes de nuestra profesión. La capacidad de aunar pensamiento computacional para diseñar directrices para poner a las máquinas a trabajar y el disruptivo y no lineal para construir soluciones ante lo imprevisto.

En una era gobernada por la información y la eficiencia, lo verdaderamente disruptivo es ser humanos. Por eso me gusta llamarla la era de las ideas. Ser humanos de verdad, con todo lo que eso implica: creatividad, empatía, contradicción, deseo, error. Las agencias creativas que lo entiendan no solo sobrevivirán, sino que liderarán la próxima gran transformación y en el futuro seguirán haciendo aquello que en lo que siempre hemos sido invencibles e insustituibles: ser el mejor compañero de viaje de nuestros clientes.
 

Sobre INNN

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