Durante los últimos años, la política de Instagram ha sido clara con los pezones femeninos, que no pueden mostrarse en las imágenes de la red social. Pero esta censura, como suele ocurrir cuando se impone una regla, ha desatado la creatividad. Y la industria del sexo, acostumbrada a moverse por los márgenes, está siendo uno de los grandes laboratorios de innovación en el uso de formatos y narrativas para maximizar la atención.
Un ingenio que ahora se manifiesta en una nueva forma de “erotismo táctico” precisamente en Instagram, donde se ha convertido en tendencia mostrar el pecho desnudo utilizando el producto de una marca como cobertura parcial. Este nuevo código visual -una especie de product placement no consentido- es la estrategia que muchas creadoras de contenido usan para sortear los filtros de Meta y reconducir usuarios a plataformas como Only Fans. Así, la bolsa de Primor o de Pedigree actúan como nexos cómplices entre la mirada que desea más y la creadora que decide mostrar lo justo, siendo el producto el protagonista involuntario de ese instante.
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Este patrón, cada vez más habitual en Reels y Stories de usuarias con cuentas vinculadas a Only Fans, plantea una reflexión para la industria del marketing: ¿cómo se gestiona la exposición de marca cuando esta ocurre en un contenido erótico, no solicitado, pero con millones de visualizaciones? En un contexto marcado por la necesidad de definir valores y blindar la reputación, este tipo de apariciones escapan de los controles tradicionales del brand safety, puesto que, aparentemente, no está rigiendo ningún acuerdo y no hay una planificación de medios que aplique.
Algunas marcas y sus agencias ni siquiera habrán detectado la tendencia. Otras, probablemente, lo vean como una anomalía sin mayores consecuencias. Y es que, si la atención es el bien más valioso del ecosistema digital, ¿por qué molestarse en corregir algo que las está situando en el centro de la escena, aunque sea erótica?
Las marcas han aceptado, y celebrado, durante años la existencia del contenido generado por los usuarios. Pero ese mismo principio, aplicado en un entorno donde la sexualización es estructural, se convierte en un boomerang difícil de gestionar. Porque una marca no puede controlar cómo será usado su producto, ni con qué intención será integrado en un relato ajeno. Así que no hay campaña capaz de anticiparse al gesto de alguien que decide colocar una lata de Pepsi o unas galletas de Milka justo donde Instagram traza el límite del algoritmo.
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También es cierto que la frontera entre el erotismo y la comunicación comercial ha empezado a desdibujarse. El caso de Urban Decay -propiedad de L’Oréal-, es un ejemplo de ello. La marca fichó este verano como embajadora a Ari Kytsya, creadora de contenido pornográfico en Only Fans, para promocionar una línea de maquillaje dirigida principalmente a adolescentes, abriendo así un nuevo escenario en el que las marcas abrazan los entornos eróticos como parte de su narrativa y son protagonistas activas de la industria del sexo.
El nuevo escenario del brand safety
En este contexto, las redes sociales permanecen en un limbo funcional. Instagram ha endurecido sus políticas de desnudez en la última década, pero la aplicación de sus normas es errática y los algoritmos no siempre detectan lo que escapa a los contornos obvios. Esta nueva práctica explota, por lo tanto, una grieta: la imagen cumple a rasgos generales con las reglas, pero juega visualmente a sugerir algo más. Una hipótesis plausible es que el uso de marcas tan inmediatamente reconocibles actúe como señuelo frente al algoritmo de Meta, porque al aparecer un logotipo en primer plano, el sistema de detección automática se ve “desviado” por el identificador de marca.
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Desde Reason.Why hemos podido comprobar que, aunque algunos de estos vídeos sí se borran, los perfiles continúan estando activos. Durante las jornadas de investigación para este artículo, hemos detectado un total de 100 cuentas y más de 2.000 vídeos de diferentes países occidentales. Pero ninguno de ellos ha sido cerrado por Meta durante este tiempo, si bien alrededor del 20% de los vídeos sí han sido eliminados.
La lógica de la visibilidad que aplica en este caso es la de usuarias que convierten productos ajenos en extensiones de su estrategia de monetización
En cualquier caso, este tipo de cuentas no buscan una permanencia. Su vida útil está calculada y se crean con una caducidad implícita ante la posibilidad de ser detectadas y cerradas. De hecho, muchas de ellas ya incluyen en su biografía el enlace a una cuenta espejo, lista para activarse cuando Meta suspenda la original. Esta arquitectura efímera es parte de su lógica, que consiste en maximizar la exposición durante unas semanas, canalizar la atención hacia OnlyFans y seguir el ciclo con otra cuenta. 
Desde fuera podría parecer que Meta no actúa, pero la cuestión es que lo hace cuando ya se han logrado decenas de miles de visualizaciones, se ha redirigido el tráfico y las usuarias han monetizado.
El nuevo escenario del brand safety se perfila, por lo tanto, como aquel en el que las marcas ya no deciden si se anuncian o no en determinados canales, sino que han de responder cuando aparecen en un entorno que, quizá, no sea el que han elegido. Y la lógica de la visibilidad que aplica en este caso es la de usuarias que convierten productos ajenos en extensiones de su propia estrategia de monetización. Escogen marcas reconocibles y muestran el logotipo directamente a la cámara. Es más, en algunos casos, verbalizan el nombre de productos aspiracionales que aportan contexto y familiaridad.
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Por otro lado, resulta difícil pensar que, entre todas las opciones posibles, una creadora escoja una bolsa de Pandora o un envase de Philadelphia al azar. En un ecosistema de significados visuales, esas marcas no son sólo objetos útiles para el fin que se está persiguiendo. El gesto de enseñar el pecho justo detrás del logotipo es una estrategia y cabe preguntarse si algunas lo harán precisamente para llamar la atención de la propia marca, como una forma de postularse, incluso, como colaboradoras. 
De hecho, algunas creadoras optan por presentar el contenido como una colaboración pagada, etiquetando el post como “colaboración” o “paid partnership”. Este ejemplo, con casi 2,5 millones de visualizaciones, refuerza la idea de que se trata de una mecánica consciente de monetización.
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En todo este asunto, emerge también una tensión generacional. Para una parte del público, estas prácticas rozan la provocación gratuita o la explotación del cuerpo como moneda. Para otra, forman parte de un nuevo marco de autonomía económica y libertad de expresión. Con madres que lo toleran e hijas que lo profesionalizan, la industria observa en silencio mientras las métricas siguen creciendo y alimentan la sexualización sistemática de las plataformas sociales. Instagram y TikTok se presentan como redes generalistas pero, en la práctica, se han convertido en escenarios donde la línea entre lifestyle e insinuación sexual es cada vez más difusa. En este ecosistema las creadoras juegan con el uso de las marcas, bordeando las políticas de uso para convertir los tangibles comerciales en cómplices estéticos de su narrativa. En algunos vídeos utilizan, incluso, productos destinados a la infancia. Aunque el contenido no sea explícito, la presencia de marcas asociadas a menores en ese tipo de narrativas genera un debate de fronteras éticas que se empiezan a erosionar.
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Estrategia dentro del caos
Si las grandes multinacionales -como PepsiCo, McDonald's, Unilever, Mondelēz o P&G- decidieran hoy retirar su inversión de Meta hasta que se garantizase un control más estricto de los contextos en los que aparecen sus productos, podrían provocar una transformación real. No sería la primera vez que el brand safety se convierte en palanca de negociación, como ya ocurrió en Twitter con los contenidos políticos o los asuntos relativos a la libertad de expresión.
Estos contenidos muchas veces pasan desapercibidos por estar encapsulados en burbujas algorítmicas
Uno de los grandes retos para el social listening de las marcas es que estos contenidos muchas veces pasan desapercibidos por estar encapsulados en burbujas algorítmicas. A día de hoy Internet es un ecosistema en el que un usuario ve algo que otro jamás encontrará. Así, la visibilidad está fragmentada y la monitorización es asimétrica. Hay productos que circulan por nichos que sus propios responsables no frecuentan ni conocen. Y esto exige nuevos sistemas de escucha, capaces de detectar lo que no está etiquetado y lo que sucede a plena vista, pero en otra realidad digital.
Con el añadido de que, cuando una agencia detecte el uso de un producto en un contexto problemático, probablemente el vídeo ya haya culminado su ciclo de vida. En estos contenidos es tan vertiginoso que el mero hecho de agendar una reunión de status con el cliente, a veces implica llegar tarde. Esto deja a las marcas en una posición de reacción constante, sin capacidad de anticipación. Por lo tanto, se requieren sistemas de tecnología más ágiles y una cultura de vigilancia distribuida, con protocolos que activen las alertas antes de que un vídeo de estas características desaparezca.
Aunque quizá la industria deba asumir que el descontrol es algo inherente al nuevo orden digital y que el relato de marca se ha descentralizado. Los responsables de marketing no podrán restaurar un control imposible, pero sí aprender a operar con estrategia dentro del caos. Con la inteligencia artificial habrá herramientas más sofisticadas, pero también será necesario aceptar que la narrativa de marca es, a día de hoy, una fuerza flotante que convive con otras narrativas. Algunas más incómodas; otras irreverentes; y la mayoría imprevisibles.